¿Turismo para qué?

Paola Andrea Arenas Mosquera

En épocas de confinamiento, cuando un poco más de la mitad del mundo continúa en cuarentenas inteligentes y con las fronteras cerradas, muchos se preguntan por qué la industria sin chimenea, el turismo, se convierte en un sector tan esperanzador del que ahora mucha gente habla.

El turismo se cerró en el mundo entero y el 95% de las actividades comerciales asociadas a sus encadenamientos se paralizaron. Las pérdidas son incalculables, el sector hotelero y el de la gastronomía están en cuidados intensivos y las agencias, empresas transportadoras, tour operadores y quienes viven de la organización de reuniones y eventos o del consumo de los bienes y servicios que se ofertan a los turistas esperan maniobras asertivas, empatía y capacidad de los gobiernos nacional y locales para tomarlos de la mano que ellos tienen extendida desde que pararon.

A pesar de la incertidumbre del momento, no he conocido una cadena de valor con actores más proactivos y desafiantes. Quienes viven del turismo son como su sector: ¡Aventureros! No conozco personas, emprendedores y empresarios más arriesgados. Generar oferta en el ramo no es fácil, hay que perfilar al turista, conocerlo, conquistarlo y enamorarlo para que quiera regresar. Por eso admiro su capacidad de inventiva y de lanzarse al vacío sin paracaídas, siguiendo el juego de la oferta y la demanda, pero, sobre todo, dándose a la tarea de generar con mística, experiencias de identidad con el territorio para que extranjeros y foráneos quieran sentirse nativos.

Los actores del turismo tienen esa capacidad mágica de hacer que quien no es de aquí quiera recorrer, bailar, comer y consumir como los propios del territorio; por eso esta cadena de valor ejerce como nuestra mejor embajada ante el mundo e invertir en ella representa inyectar recursos en algo que si bien es intangible, es tan inaplazable como conservar los miles de empleos que nos genera: la salvaguarda de nuestro patrimonio y el fomento de nuestra identidad vallecaucana.

Mientras superamos los estragos que nos deja en todos los niveles la pandemia, pensemos por un momento en quienes hasta marzo de este año vivían de las actividades asociadas a las experiencias de los viajeros y el entretenimiento de propios y extraños: restauranteros, artistas, artesanos, productores de eventos, tour operadores, prestadores de servicios y vendedores de alimentos, artículos y productos ofrecidos en torno a esos lugares fantásticos de nuestros territorios que se dejaron de visitar. Las cifras de Situr arrojan un estimativo de pérdidas por semana en Cali de alrededor de 11 mil millones de pesos, y llegarían a 27 mil millones las perdidas semanales en el Valle del Cauca. En todo el Departamento sólo en el sector de alojamiento, Cotelco reporta 493 mil millones de pesos en pérdidas desde que inició la cuarentena.

Los grandes damnificados de un virus con corona que todos queremos destronar, esperan que honremos esa solidaridad vallecaucana que nos ha caracterizado y que nuestro empuje para sobreponernos a las crisis, nos permita levantarnos -cuando los cercos epidemiológicos lo permitan- con la mirada en alto, pero sin dejar de enfocarnos en nuestro alrededor.

La invitación es a reencontrarnos con lo propio, consumir local, conocer lo nuestro que tantas veces reemplazamos por las ofertas de otras regiones y países. Volver a “pueblear”, enseñarle a nuestros hijos a amar el territorio, volver al río, al lago, a la cascada. Reencontrarnos con los rincones mágicos de esta cuenca geográfica bañada por el Cauca, con nuestro Valle verde circundado por montañas con paisaje cultural cafetero al norte y tintico de exportación incluido; con los dulces, las uvas y esos pueblos fantásticos que son un balcón inigualable para admirar naturaleza, aves y el cielo azul de parapentes.

El Centro del Valle late como el corazón del departamento, y ese latir se percibe en el sur también, en el oriente y el occidente. Ninguna latitud es la excepción. En cada uno de nuestros cuarenta y dos municipios, hay una plaza linda con sonrisas campesinas por descubrir y esa amabilidad rural que nos recuerda que sin campo no hay ciudad. En todos hay comida típica en fiambre, senderos ecológicos, iglesias, haciendas, y riqueza patrimonial cercana para conocer. Ni qué decir de esos restaurantes y comederos, donde los sabores de la cocina autóctona son protagonistas de una carta gastronómica inexplorada que tenemos por redescubrir y disfrutar en familia.

Y ahora pongamos el reflector en nuestro Pacífico, con sus morenazas playas y su mar con manglares, cascadas y selva incluida. La comida de Buenaventura, Juanchaco, Ladrilleros, La Barra y sus alrededores es fuera de concurso, y sus bebidas afrodisíacas saben mejor acompañadas de marimba y un folclor del que nuestros niños deberían enamorarse a ritmo de currulao sin que se ofenda el reguetón.

El turismo es un vehículo que nos conduce a la felicidad, nos reencuentra con nuestra capacidad de sorprendernos ante el milagro de la vida y el saber experimentar y disfrutar nuestras riquezas naturales. Nos facilita la convivencia y por eso es un antídoto de la violencia. Lo que sus hijos y seres queridos aprenden en un paseo o salida significativa es imborrable a la memoria y no lo aprenderán en la escuela ni en la universidad, porque entre otras cosas “turisteando” en familia, encontramos la verdadera educación en ciudadanía y aprendemos a ser más humanos.

¿Y sabe qué es lo mejor? Si usted y yo entendemos esto, lo comprendimos todo, y no necesitamos llenarnos de cifras sobre la hecatombe económica en la que hoy estamos para entender que cuando esto pase la solución estará también en nuestras manos, porque con muy poco, todos podremos aportar a reactivar –mejor, salvar o resucitar- nuestra economía, haciendo dichosos a los nuestros, en armonía y solidaridad con quienes viven de esta cadena de valor que nos transmite felicidad.

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