Por la legítima defensa

Christian Garcés | Representante a la Cámara por el Valle del Cauca

Aún en medio de las restricciones impuestas por el Covid-19, los bandidos ganan terreno mientras la ciudadanía completa cinco años consecutivos perdiendo posibilidades de ejercer su derecho a la legítima defensa. El año pasado se registraron 295 mil casos de hurto en Colombia y si bien hubo una reducción del 28% respecto de 2019, es un registro elevado si se tienen en cuenta los toques de queda y confinamientos que vivimos durante 2020.

Aunque los indicadores de seguridad reporten una disminución “histórica”, no se puede negar que la delincuencia también se reinventó en medio de la pandemia. Robos en el transporte público, atracos masivos a restaurantes y residencias, fleteos, secuestro y extorsión siguen siendo el pan de cada día; amenazas por las que muchos ciudadanos se deciden a tener un arma para protección personal, pero que difícilmente pueden acceder a un salvoconducto, debido a la caprichosa prohibición que el Gobierno de Santos le impuso al porte legal desde 2015.

Es así como la medida terminó equívocamente convertida en una disposición general, desconociendo la legítima defensa –contemplada en el Artículo 32 del Código Penal– y olvidando que cuando una persona decide armarse lo hace respondiendo a un caso particular, a un problema manifiesto de seguridad que merece ser analizado de modo singular y sin los prejuicios amañados de quienes insisten en confundir protección con justicia por mano propia.

De allí que varios congresistas, y un amplio grupo de ciudadanos que día a día viven la angustia de las calles, solicitemos la conformación de una Mesa Nacional por la Legítima Defensa, en donde se analice la conveniencia de volver a la figura del porte legal con los debidos requerimientos y se garantice un proceso eficiente donde se evalúen objetivamente los casos de cada una de las personas que deseen protegerse.

Muchos de los que se oponen al porte legal tienen esquemas de protección o servicios de escolta que funcionan por la misma necesidad de quienes piden permiso para portar un arma de corto alcance; pero ignoran convenientemente que la mayoría de los asesinatos que se cometen en Colombia están asociados a dinámicas ilícitas, y además se hacen los de la vista gorda ante la evidente incidencia que la disponibilidad de armas ilegales tiene en la tasa de homicidios en ciudades como Cali, Bogotá y Medellín.

Mientras países como Brasil, Panamá y Uruguay lograron normalizar los permisos, aquí el panorama es incierto. Debido al enredo del porte especial pasamos de cerca de 400.000 licencias en 2016 a menos de 8.000. En contraste, tenemos más de dos millones de armas ilegales circulando en el mercado negro colombiano. Se limita el porte legal al mismo tiempo que sufrimos la ausencia de una política pública para combatir el tráfico de armas ilegales.

El porte legal no puede seguir siendo un tema estigmatizado, no se trata de armar a toda la ciudadanía ni pretendemos que se sustituya la acción de la Fuerza Pública o la Justicia, es cuestión de contar con un amparo legal que permita defendernos y protegernos de los que ilícitamente atacan nuestra vida y la de nuestras familias.

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