Cali, febrero 13 de 2025. Actualizado: miércoles, febrero 12, 2025 23:26
Luis Ángel Muñoz Zúñiga – Especial Diario Occidente
Macondo vuela del libro a la pantalla.
Cuando Netflix dispone el acceso a “Cien años de soledad”, obra literaria ahora narrada mediante imágenes, vuelven los debates sobre si cine y literatura riñen o se complementan.
Si la versión cinematográfica deba ser fiel al estilo del creador de Macondo.
Si hay libertad del guionista para tal experimento artístico.
Si, al contrario, sólo sea ético hacer una transcripción de la historia a imágenes.
Si puede ser otro el tono narrativo de la filmación, comparado con el ritmo de la escritura.
No es desconocido que se han hecho buenas películas basadas en libros malos.
Pero también es cierto, algo de lo que no escapó, por ejemplo, “El amor en los tiempos del cólera”, con que demostró cómo a veces el cine no hace más que desencantar en la pantalla la seductora obra narrativa de un reconocido escritor.
Gabriel García Márquez, cuya novela “Cien años de soledad” superó en ediciones y en cantidad de lectores al “Quijote de La Mancha” de Miguel de Cervantes Saavedra, agregando que es el libro más traducido a idiomas y es objeto de tesis universitarias y entrevistas para diarios y revistas culturales en apartados lugares del planeta; tras fallecer su autor hace diez años, sus narraciones volaron del libro, merecedor del Premio Nobel de Literatura, a una versión en imágenes en la pantalla.
“Cien años de soledad”, acorde a la decisión respetable que por derecho tienen sobre la obra sus herederos, aunque contraríen la voluntad expresada por el mismo autor de jamás venderla para cine, el 11 de diciembre se estrenó mundialmente en la plataforma Netflix mediante un seriado de cinco episodios.
El niño Gabito vivió su infancia cerca de un teatro de barrio. García Márquez en sus memorias narró cómo cultivó su cinefilia. “Cada vez que la película le parecía apropiada, don Antonio Daconte nos invitaba a la función tempranera de su salón Olympia, para alarma de la abuela, que lo tenía como un libertinaje impropio para un nieto inocente. Pero Papalelo persistió, y al día siguiente me hacía contar la película en la mesa, me corregía los olvidos y errores y me ayudaba a reconstruir los episodios difíciles. Eran atisbos de arte dramático que sin duda de algo me sirvieron, sobre todo cuando empecé a dibujar tiras cómicas desde antes de aprender a escribir. Al principio me lo celebraban como gracias pueriles, pero me gustaban tanto los aplausos fáciles de los adultos, que estos terminaron por oírme cuando me sentían llegar”.
(Vivir para contarla. Memorias de Gabriel García Márquez, página 112).
La pasión cinéfila de García Márquez atravesó su existencia y también su narrativa.
En “Cien años de soledad”, por ejemplo, hay cine en la narración.
Muchos años después, frente a la pantalla de Neflix, los cinéfilos habíamos de recordar aquella mañana remota en que el profesor de literatura con libro en mano nos llevó a conocer el cine de Macondo: “Se indignaron con las imágenes vivas que el próspero comerciante don Bruno Crespi proyectaba en el teatro con taquillas de bocas de león, porque un personaje muerto y sepultado en una película, y por cuya desgracia se derramaron lágrimas de aflicción, reapareció vivo y convertido en árabe en la película siguiente. El público que pagaba dos centavos para compartir las vicisitudes de los personajes, no pudo soportar aquella burla inaudita y rompió la silletería”.
(Cien años de soledad. Gabriel García Márquez, página 194).
Los productores de cine siempre han apetecido la narrativa de Gabriel García Márquez.
Siete novelas, cinco cuentos y varios guiones, enriquecen la cinematografía latinoamericana: “En este pueblo no hay ladrones” (Alberto Isaac. México 1965); “La mala hora” (Bernardo Romero. RTI.1979); “La viuda de Montiel” (Miguel Littin. Chile 1979); “La cándida Eréndira” (Ruy Guerra. México 1983); “La mujer que llegaba a las seis” (Milvia Piazza, 1979); “El coronel no tiene quién le escriba” (Álvaro Sanjurjo. Uruguay 1984); “Crónica de una muerte anunciada” (Francesco Rosi. Cartagena, 1987); “El verano de la señora Forbes” (Humberto Hermosillo. México 1988); “El amor en los tiempos del cólera” (Mike Newell. Cartagena 2007); “Del amor y otros demonios” (Hilda Hidalgo. Cartagena, 2009); “Memoria de mis putas tristes” (Henning Carlsen –México 2012); “Cien años de soledad” (Laura Mora. Netflix 2024).
Gabriel García Márquez, antes de alcanzar fama mundial, sobrevivía con los derechos económicos que recibía de las editoriales por sus tres primeras novelas.
Cuando clausuraron El Espectador, en el que era corresponsal en Europa, con la liquidación recibida viajó a Italia, animado por su sueño de estar cerca de Fellini y aprender a hacer cine.
Se percató que era difícil incursionar porque implicaba ser amigo de los productores, sin embargo, con los cursos de Roma, auto-descubrió su talento como guionista: “El gallo de oro”, que dirigió Roberto Gavaldón, 1964; “Lola de mi vida”, dirige Miguel Barbachano, 1965; “Tiempo de morir”, dirige Arturo Ripstein, 1966; “Pedro Páramo”, dirige Carlos Velo, 1966; “Juego peligroso”, dirige Arturo Ripstein, 1966; “Cuatro contra el crimen”, dirige Sergio Véjar, 1968; “Presagio”, dirige Luis Alcoriza, 1974; “El año de la peste”, dirige Felipe Cazals, 1979; entre más guiones.
Gabriel García Márquez jamás tuvo intención de vender sus derechos sobre “Cien años de soledad”.
Su negativa fue enérgica sin importar el productor proponente y, jamás se tragó en silencio alguna irreverente propuesta.
Anthony Quinn a través de la televisión mexicana, le ofreció a Gabo no presente en un programa, un millón de dólares.
Después, tras la negativa pública del autor en su columna, el gringo declaró a la prensa que era rechazo de un comunista que no podía vender su prestigio intelectual al capitalismo.
“Mi reticencia de que se haga en cine Cien años de soledad, no se funda en la extravagancia de los productores –escribió Gabo en el Espectador-. Mi deseo es que la comunicación con mis lectores sea directa, mediante mi narración para ellos, de modo que imaginen a los personajes como quieran, y no con la cara prestada de un actor en la pantalla. Anthony Quinn, con todo y su millón de dólares, no será nunca para mí ni para mis lectores el coronel Aureliano Buendía”.
Pronto, columnistas y críticos de cine publicarán muchos análisis sobre la serie que hizo volar a Macondo del libro a la pantalla.
Fin de los artículos
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