La pesadilla de Agustín

Carlos Andrés Arias Rueda - Concejal de Cali

Agustín es un hombre trabajador, nunca en su vida le han regalado nada, no ha tenido acceso a privilegios de ningún tipo. Comenzó a trabajar a los trece años y hoy, a sus cincuenta y tres, continúa haciéndolo como el primer día.

A lo largo de los años Agustín ensayó en múltiples oficios, fue voceador de periódico, lotero, plomero, embolador, mesero, mariachi, panadero, barman, cocinero y después de muchos años de trabajo, por fin, pudo darse el lujo de inaugurar su propio local de comidas rápidas, en una calle bastante concurrida en medio de un barrio que tiene vocación comercial.

Para abrir su local, Agustín debió tomar un crédito con una entidad financiera, estuvo a punto de endeudarse con un prestamista de esos que llaman “gota a gota, pero esta vez tuvo suerte y un banco le aprobó el crédito, el cual utilizó sufragando los costos iniciales de su emprendimiento, entre los que se incluyen los gastos de apertura, como trámites, permisos, licencias, además del montaje del local y, como todo emprendedor sabe, debió proveer un colchón inicial que le permitiese pagar los costos fijos operativos por lo menos durante tres meses, que es el término en que se estima que un negocio deja de dar pérdidas. Los sueños de Agustín y su familia estaban puestos en su negocio.

Desafortunadamente el sueño se convirtió en pesadilla una noche en que uno de sus comensales le anunció, no solo que no le iba a pagar la cuenta, sino que de ahora en adelante él y sus amigos pasarían por ahí con frecuencia para comer gratis y, como si fuera poco, debía pagarles $200.000 semanales para garantizar su “seguridad”.

Agustín hizo cálculos y, aún con este gasto no contemplado, el negocio podía subsistir si reducía un mesero y conseguía disminuir costos con proveedores, en aras de mantener la rentabilidad que le mantuviera sufragar sus gastos, incluyendo la extorsión.

A pesar de ello, el negocio se mantuvo a flote por unos meses hasta que llegó el estallido social.

En ese momento Agustín no tuvo como pagarles a sus dos empleados, ni a sus proveedores, ni tampoco a sus extorsionistas, quienes lo amenazaron de muerte a él y a su pequeña hija, mucho menos a sus acreedores, entre los que se incluye la DIAN.

El próximo mes Agustín cumple dos años viviendo en Chile, país que se ha convertido en el destino favorito de muchos latinos que emigran en busca de un sueño, el cual parece estarse acabando por cuenta del endurecimiento en las políticas migratorias en ese país.

Algunos pensarían que el problema de Agustín fue el de atreverse a soñar con ser el dueño de su propio negocio, pero no, la pesadilla de Agustín tiene un solo nombre y es la “inseguridad”.

Las extorsiones, los hurtos callejeros, los homicidios al alza se volvieron, en los últimos años, en el paisaje de nuestra ciudad.

No en vano algunos rankings nos incluyen entre las ciudades más peligrosas de América Latina, depende del ranking, el deshonor se eleva a una categoría mundial.

El miedo vaga triunfal por las calles y las aceras y se multiplica en cada barrio, en cada casa, en cada rostro.

Ciertos discursos han tenido éxito en hacer que, hablar de “seguridad” sea asumido como una postura extremista, cuando lo cierto es que la seguridad es la garantía mínima para que proyectos de vida como los de Agustín puedan materializarse, obviamente, la seguridad debe garantizarse con el pleno cumplimiento de los derechos constitucionales, pero para ello se necesita de una institucionalidad fuerte.

Sin seguridad, estamos condenados a revivir la pesadilla de Agustín.

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