Gracias a mi trabajo, tuve la fortuna de compartir con habitantes de calle que ven en el espacio público de la ciudad no sólo un lugar de escapatorias e incertidumbre sino de encuentro consigo mismos.
Conocí cientos de historias de personas que encontraron en la Fundación Samaritanos de la Calle un albergue temporal para nutrir el alma y el cuerpo.
Rodolfo, – quién fuera habitante de la calle y que hoy es un gran ejemplo de lo posible, – resultó ser la historia más conmovedora e inspiradora en mi paso por Samaritanos, dejando impregnado en mi espíritu humano la lección más poderosa de mis últimos años y que resumo con esta frase: “La calle es un hogar que habita en mi corazón y aquí todos somos una historia”.
La cotidianidad de muchos citadinos hace ver a esta población como si fueran “locos”, desechables o desadaptados, dejando en evidencia los efectos sociales de la deprivación socioafectiva y económica de una sociedad que los inhabilita estética y moralmente como individuos, basados en un fenómeno conocido como la estigmatización.
La otra ciudad – de la cuál ellos hacen parte – tiene en el sacerdote José González un ángel que les permite a estas personas la adaptación a un contexto físico, sociocultural y la comprensión del mundo a partir de la regulación de conductas dadoras de valor.
Conocer esta experiencia, me recordó que ellos también tienen familia, sueños e ilusiones en la vida.
Ellos escogieron la calle como su hogar y la soledad como su mayor aliado. ¡Respetémoslos!
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