Ana Janeth Ibarra Quiñonez

Indignación a la carta: la doble moral que refleja el espejo que evitamos mirar

Ana Janneth Ibarra Q

El comportamiento humano es un espejo inquietante. No solo refleja quiénes somos, sino también aquello que preferimos no ver: nuestras contradicciones, nuestros sesgos y nuestras comodidades ideológicas.

En tiempos donde la reclamación social se vuelve moneda diaria, marchas, debates digitales, indignaciones momentáneas, vale la pena preguntarnos: ¿Qué es exactamente lo que reclamamos?, ¿contra quién lo hacemos?, y sobre todo, ¿por qué elegimos ciertos silencios?

La corrupción, por ejemplo, es uno de los temas que más ruido causa en la conversación pública. Pero no siempre su análisis es limpio.

Muchas veces se convierte en un ejercicio selectivo: se critica con fuerza cuando el corrupto es del lado opuesto, pero se atenúa, se justifica o incluso se ignora cuando el protagonista comparte nuestra misma ideología, nuestra visión del mundo, o simplemente nos conviene.

La moral se vuelve elástica, los límites maleables, y la indignación un instrumento más que un principio. Es decir, cuando el problema no es la corrupción sino quien la comete.

Este fenómeno revela algo esencial, la relación entre nuestras convicciones y nuestra capacidad de observar con objetividad es más frágil de lo que nos gusta admitir.

El ser humano, por naturaleza, tiende a acomodarse, a veces por supervivencia, a veces por conveniencia. Porque criticar a “los míos” se siente como una traición, mientras que atacar a “los otros” parece un acto heroico.

Lo vemos en la esfera pública y en la privada. Con dirigentes que se eligen por afinidad antes que por capacidades. Con decisiones políticas que se juzgan más por quien las toma que por su impacto real.

Con narrativas que se acomodan para proteger nuestra identidad ideológica, como si aceptar la falla interna fuera aceptar la falla propia que afecta nuestra identidad.

De esta manera, caemos en una paradoja cotidiana, preguntamos por qué hay ruido cuando un dirigente comete un error, pero guardamos silencio cuando el mismo error lo comete uno que “piensa como nosotros”.

El problema no es la crítica ni la defensa, es la incoherencia. Es la facilidad con la que el ser humano se transforma en juez implacable o en abogado con ceguera intencional dependiendo del protagonista.

Quizás este comportamiento no es nuevo. Quizás forma parte de esa naturaleza que preferimos mirar de reojo.

La tía criticona de las reuniones familiares que opina con soltura sobre la vida de los sobrinos, mientras ignora voluntaria o convenientemente los problemas de sus propios hijos. La doble vara moral no solo existe, la ejercemos, la reproducimos y la defendemos.

Entonces, ¿somos realmente objetivos al observar? Probablemente no tanto como creemos. Pero reconocerlo es el primer paso para no caer en el autoengaño colectivo.

Para construir una sociedad donde la crítica no esté filtrada por simpatías personales y donde la corrupción venga de donde venga reciba el mismo nivel de reclamo e indignación.

Porque solo cuando nos miremos al espejo sin excusas podremos entender que la honestidad no es un discurso, sino una virtud.

Y que la coherencia, aunque incómoda, es la base mínima para exigir un comportamiento distinto en quienes nos gobiernan… y también en nosotros mismos.

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