Durante años, nos han vendido la idea del “nativo digital” como si fuera un superpoder.
Jóvenes que, por haber crecido entre pantallas, parecerían inmunes a los desafíos del mundo digital.
Navegan con pericia, crean contenido, responden mensajes en segundos. Pero esta agilidad esconde una fragilidad más profunda: su dieta informativa está saturada y su sistema cognitivo no da abasto.
Estamos criando generaciones con acceso ilimitado a datos, pero sin el sistema educativo necesario para digerirlos. Como en cualquier metabolismo colapsado, el exceso no se traduce en energía, sino en una carga tóxica.
Este es el verdadero rostro de la infodiabetes. Una epidemia silenciosa que no se manifiesta en cifras de conectividad, sino en la incapacidad de diferenciar un hecho de una fake news, una fuente legítima de una manipulada, un algoritmo útil de uno sesgado.
Y ahora, con la irrupción de la inteligencia artificial, ese pobre metabolismo enfrenta un nuevo pico de glucosa: respuestas inmediatas, verosímiles y a menudo erradas, ofrecidas por máquinas que no educan, sino que replican.
La discusión, entonces, no puede seguir anclada en el acceso. América Latina ha hecho esfuerzos notables por llevar conectividad y dispositivos a sus escuelas, pero ha dejado al margen lo que realmente importa: enseñar a pensar.
Lo urgente no es dotar de tecnología, sino de criterios para usarla. Porque un niño con una tablet de última generación, pero sin la capacidad para distinguir entre evidencia y manipulación, está más expuesto que nunca.
Y si no intervenimos a tiempo, será más un rehén que actor autónomo.
El contraste con Finlandia es revelador. Allí, el pensamiento crítico se enseña desde el primer día de clase; la alfabetización mediática es parte del currículo, no un lujo optativo.
De esta manera, sus alumnos no solo saben usar una herramienta: saben cuestionarla. No se trata de una diferencia pedagógica, sino de una estrategia nacional frente a la desinformación.
La verdadera brecha digital ya no es de conectividad, sino de capacidad crítica. Y en esa grieta se juega la resiliencia cognitiva de toda una generación.
El docente, lejos de ser un transmisor de contenidos, ahora debe asumir un rol decisivo: el de diseñador de experiencias, de formador ético y de mediador ante el ruido.
El reto no es competir con la IA, sino formar a quienes sabrán convivir con ella críticamente.
Y, entonces, la pregunta ya no es solo si nuestros hijos saben usar la tecnología, sino si estamos a tiempo de frenar su sobredosis informativa.
¿Vamos a dejarlos solos frente a una avalancha de estímulos sin filtros?, ¿o tendremos el coraje de admitir que esta generación, más que guiada, necesita ser rescatada?
Porque en un mundo donde la información abunda, saber filtrarla es supervivencia.
Y el futuro —más que nunca— dependerá de si formamos generaciones que piensen por sí mismas antes de que dejen que una máquina lo haga por ellas.
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