Hace muchos años tuve la fortuna de visitar la Catedral de Notre Dame, a través de los ojos del gran escritor francés, Víctor Hugo con su bella historia de nuestra señora de París, que tiene en una desdichada gitana, un archidiácono y en un campanero jorobado, la perfecta, gótica y exquisita obra del Romanticismo.
Con esta novela, en una magnífica edición ilustrada por el iluminado con el pincel Benjamín Lacombe, comprendí que el hogar del sordo jorobado no era una simple iglesia, y que las campanas de Notre Dame tienen un poder eterno.
Cuando de niño mi sueño era viajar, llegó ese libro en el momento perfecto, dónde sumergiéndome en unas hojas de papel que recrearon la majestuosidad del monumento más popular de la capital francesa, me imaginé volando sobre el tejado de la catedral y el pináculo que tristemente fue consumido por las llamas el pasado 15 de abril.
Este incendio controlado por los heroicos bomberos parisinos despertó una solidaridad universal que hoy no sólo aplaude el tierno jorobado Quasimodo sino los millones de ciudadanos del mundo que reconocen en la catedral una historia con un patrimonio que une desde los valores humanistas.
He leído, muchas opiniones en contra de quienes donarán decenas de millones para la restauración y reconstrucción de Notre Dame, a sabiendas de que en Europa no hay suficiente justicia social, y aunque comprendo su malestar porque ese dinero debería destinarse a resolver la hambruna del mundo y los problemas sociales que aquejan a nuestros niños, no podemos desconocer que al interior de esa catedral de culto católico hay un legado cultural y religioso de casi un milenio que se debe seguir protegiendo por el bien de la humanidad y que los problemas sociales no caben en esta discusión.
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