El fin de semana pasado conocí a una venezolana en el aeropuerto de Bogotá. Su historia me impactó. Había salido de Mérida unos días antes e iba camino a Nueva York. Estará en Estados Unidos durante tres meses, temporada en la que espera trabajar para enviarle recursos a su familia. Ella es profesional, hasta hace tres años era gerente de un banco pero abandonó su trabajo porque su sueldo ya no le alcanzaba y le resultaba mejor rebuscarse sus ingresos vendiendo lo que fuera. Igualmente porque ya el sector bancario no se movía. En Venezuela nadie pide créditos, muy pocos tienen cuenta y nadie maneja tarjeta de crédito. Ella espera volver, pero sabe que su hija, quien emigró a Chile hace 5 meses, nunca lo hará. “En Venezuela no hay futuro, en 20 años vimos como nuestro país se destruyó”, me dijo con tristeza mientras me contaba que era ya imposible vivir con un salario mínimo de 45 dólares cuando un panal de huevos cuesta 3. También me contó que hace dos meses no le pone gasolina a su vehículo. No solo es cara, sino que debe esperar a los días que por placa puede taquear y afrontar interminables filas en las estaciones. En sus últimos turnos no ha logrado acceder al combustible. De su relato me impactó lo que significa desplazarse por territorio venezolano. Ella vive en Mérida y su vuelo salía por Cúcuta, por aquello de que desde Venezuela hay pocos y costosos vuelos internacionales. El viaje lo hizo por tierra y la pararon 15 veces personas que ella llamó guerrilleros, en todos los puntos le pidieron dinero porque llevaba una maleta. Eso es lo común, “yo hago compras en Cúcuta porque en Venezuela no hay nada y lo poco que se consigue es caro. Siempre había pagado para que me dejaran entrar la comida pero ahora con la maleta fue exagerado. Todo es tan diferente en Colombia”, me dijo con un tono nostálgico. De manera sorpresiva ella me preguntó por las elecciones. “Está complejo”, me limité a decirle. “Allá se oye que el favorito es muy parecido a Chávez. Nosotros creímos la promesa de todo mejor, gratis para todos y nada resultó como pensábamos. No se cumplió y ahora no tenemos nada. Ojalá a Colombia no le pase lo que a nosotros”. Con el llamado a abordar terminó nuestra charla. Ella seguiría su largo viaje no en búsqueda del sueño americano sino de unos dólares para que su familia pueda comprar comida en Venezuela. Ojalá Colombia siga siendo el destino de quienes necesitan refugio y que nosotros seamos capaces de buscar salidas a nuestros problemas sociales basadas en propuestas viables que no conduzcan a la destrucción de lo que tenemos. No quisiera que viviéramos una situación en la que partir sea la única opción.
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