Cali, enero 19 de 2025. Actualizado: viernes, enero 17, 2025 22:18
Luis Ángel Muñoz Zúñiga
Especial Diario Occidente
“La Vorágine” demuestra que la literatura es realista y, por ende, seguirá vigente, cuando los hechos que inspiraron al novelista no cesan tras un siglo de narrados.
Cuando José Eustasio Rivera, en 1924, publicó su obra, no faltaron quienes se conmovieron porque perdían al poeta de “Tierra de promisión” y hubo otros que descalificaron al novelista debutante porque narraba violencia de caucheros.
En ese entonces los amantes de los versos desconocían que también era posible una prosa poética y, quienes se ruborizaban con la narración de la violencia no alcanzaron la longevidad para testimoniar cómo los criminales de la otrora cauchería serían relevados por el narcotráfico, los grupos ilegales armados, el tráfico de especies, la trata de personas, la deforestación y la minería ilegal.
El despojo de nativos, la esclavitud cauchera y la prostitución, se trasformó en expropiación indígena, proxenetismo y sometimiento de trabajadores reclutados para actividades ilegales y criminales. En un siglo nada cambia en el mundo donde dominaba el instinto criminal, agravado por la indiferencia de los gobiernos que permitieron coexistieran violencia silvestre y “civilización”, sin la acción del Estado.
El realismo literario, social, maravilloso o mágico, según los momentos históricos, siempre ha incomodado a los académicos temerosos de que la literatura despierte a los oprimidos. “La Vorágine” corrió con un destino distinto a “María” de Jorge Isaacs, que a unísono contó con la aprobación de la crítica.
En cambio, José Eustasio Rivera y su obra realista, produjeron alergia entre quienes consideraban que la literatura sólo debía entretener a los lectores.
Pero la convicción que inspiró al autor no se debilitó cuando se enfrentó a sus detractores. “No puedo perdonarte nunca el silencio que guardas con relación a la trascendencia sociológica de La Vorágine, que es el mejor aspecto de mi obra –Respuesta al crítico Luis Tigreros, en carta publicada en El Espectador el 25 de noviembre de 1926-.
La novela es el género más difícil de someterse a normas especiales.
¿Cómo no darte cuenta del fin patriótico y humanitario que la tonifica y no hacer coro a mi grito en favor de tantas gentes esclavizadas en su propia patria? ¿Cómo no mover la acción oficial para romperles sus cadenas? Dios sabe que al componer mi libro no obedecí a otro móvil que al de buscar la redención de esos infelices que tienen la selva por cárcel”.
“La Vorágine”, ha sido susceptible de innumerables clasificaciones, negaciones y análisis estructurales: telúrica, realista, silvestre, llanera, cauchera y antiesclavista. Hay quienes la clasifican como novela autobiográfica. Otros, le descartan la misma personificación entre el poeta Arturo Cova y el autor José Eustasio Rivera. No faltan quienes le niegan la validez histórica a los hechos narrados y sólo los aceptan como ficciones.
Varios estudiosos afirman que es preponderante el contenido romántico porque a pesar de las dificultades prevalece el amor entre los personajes principales. Otros, contrariando a quienes la estiman como narración realista de principios del siglo XX, sólo la valoran como una novela paisajística.
Hasta hubo quienes dijeron se trataba de una narrativa criolla en la literatura de terror. Lo cierto es que hace parte de la triada más representativa en la historia de la literatura colombiana: “María” (1867), “La Vorágine” (1924) y “Cien años de soledad” (1967).
Primera y segunda se relacionan por lo descriptivas del paisaje. Segunda y tercera, en las crudezas narrativas. Lo preocupante es que “La Vorágine” estuvo relegada de la educación, desestimada como recurso en la interdisciplinariedad con sociales.
“Nadando en medio del río, como si fueran patos descomunales, bajaban los bolones de goma, y el cauchero que los arreaba venía detrás, en canoa minúscula, apresurando con la palanca a los que se demoraban en los remansos. Frente al barracón, mientras pugnaba por encerrar su rebaño negro en la encenada del puertecito, elevó estas voces, de más gravedad que un pregón de guerra:
-¡Tambochas, tambochas! ¡Y los caucheros están aislados!-
¡Tambochas! Esto equivalía a suspender trabajos, dejar la vivienda, poner caminos de fuego, buscar otro refugio en alguna parte. Tratábase de la invasión de hormigas carnívoras, que nacen quién sabe dónde y al venir el invierno emigran para morir, barriendo el monte en leguas y leguas, con ruidos lejanos, como de incendio.
Avispas sin alas, de cabeza roja y cuerpo cetrino, se imponen por el terror que inspiran su veneno y su multitud. Toda guarida, toda grieta, todo agujero; arboles, hojarascas, nidos, colmenas, sufren la filtración de aquel oleaje espeso y hediondo, que devora pichones, ratas, reptiles y pone en fuga pueblos enteros de hombres y de bestias”. (La Vorágine, 224-225. Círculo de Lectores. 1984)
El contexto social de “La Vorágine” se ubica en la primera década del siglo XX cuando la Casa Arana administraba el trabajo de los caucheros. Correspondió a una década de terror dirigida por la Casa Arana que esclavizó el trabajo en las plantaciones de caucho, violó y prostituyó a las mujeres de los trabajadores, expropió de sus fincas a los colonos de la región, sometió a latigazos y mutilaciones a los renuentes y cometió genocidios contra las poblaciones indígenas que se resistieron al esclavismo cauchero.
José Eustasio Rivera recorrió esta región como integrante de una comisión rectificadora de límites internacionales, oportunidad que aprovechó para investigar los hechos, que luego recreó en su novela. En 1928, en Urabá, trabajadores bananeros fueron víctimas mortales por no levantar la huelga contra la United Fruit Company.
“¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! Viví entre fangosos rebalses, en la soledad de las montañas, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses. A mil leguas del hogar donde nací, maldije los recuerdos porque todos son tristes: ¡el de los padres, que envejecieron en la pobreza, esperando apoyo del hijo ausente (…) A menudo, al clavar la hachuela en el tronco vivo sentí deseos de descargarla contra mi propia mano (…) Esclavo no te quejes de las fatigas; preso, no te duelas de tu prisión; ignoráis la tortura la tortura de vagar como la selva sueltos en una cárcel (…) -¡Yo he sido cauchero, yo soy cauchero! ¡Y lo que hizo mi mano contra los árboles puedo hacerlo contra los hombres!” (Ibidem, 209-210)
“El último cable de nuestro Cónsul, dirigido al Señor Ministro y relacionado con la suerte de Arturo Cova y sus compañeros, dice textualmente: -Hace cinco meses búscalos en vano Clemente Silva. Ni rastro de ellos. ¡Los devoró la selva!”
Fin de los artículos
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