Cali, noviembre 13 de 2025. Actualizado: miércoles, noviembre 12, 2025 23:11
Hay un rincón del internet donde habitan los fantasmas digitales. No son trolls ni bots: son grupos de WhatsApp muertos.
Esos que nacieron con entusiasmo (“¡hagamos este grupo para estar en contacto!”) y hoy son desiertos donde solo se escucha el eco de un sticker solitario.
Todos tenemos al menos uno. Un grupo de excompañeros, de un proyecto que terminó, de una despedida, de un curso, de un cumpleaños.
En su momento era pura actividad: cientos de mensajes, emojis, fotos, memes, cadenas de buenos días. Hoy, nadie escribe. Pero nadie se sale. Porque hacerlo sería una declaración pública de ruptura.
El silencio en estos grupos tiene una energía particular. No es olvido: es respeto. Nadie quiere ser el primero en irse, porque el resto lo notará.
Y ese “Fulanito salió del grupo” es el equivalente digital de cerrar la puerta en una reunión. Da culpa, aunque nadie hable hace seis meses.
De vez en cuando, algún valiente intenta reanimarlo. Envía un “¿cómo están?” o un meme genérico, con la esperanza de despertar algo. Pero lo único que obtiene es un “jajaja” de cortesía y el regreso inmediato al silencio. Es como lanzar una botella al mar.
En algunos casos, los grupos muertos tienen su propio guardián: la persona que nunca pierde la fe. Es quien felicita los cumpleaños, comparte noticias o manda un “feliz inicio de semana” religiosamente.
No lo hace por insistencia, sino por cariño. Sabe que nadie responde, pero lo hace igual. Es el jardinero del cementerio digital.
El resto observa en silencio. Algunos mantienen el grupo silenciado, otros ni lo recuerdan. Pero ninguno se atreve a borrarlo. Porque, de alguna forma, ese grupo representa una época, una conexión, una versión antigua de nosotros mismos.
La muerte de un grupo de WhatsApp no se anuncia: simplemente ocurre. Un día, las notificaciones bajan. Al siguiente, ya no hay nada.
Es un proceso natural, como el desgaste de una amistad que fue intensa y luego se diluyó. Pero en el mundo digital, dejarlo ir se siente más drástico.
Lo curioso es que, a veces, esos grupos reviven por accidente. Alguien cambia de teléfono, se equivoca y escribe algo.
De pronto todos reaccionan: “¿quién habló?”, “¡cuánto tiempo!”. Y durante unas horas, el grupo resucita. Vuelven los mensajes, las risas, las promesas de “hay que vernos”. Pero como todo milagro breve, el silencio regresa.
Salir de un grupo muerto es un acto de valentía. Requiere aceptar que algo terminó. Pero nadie quiere ser “el primero”.
Todos esperan que otro lo haga para seguirlo discretamente. Es la versión digital del “yo no empiezo la ola, pero si alguien lo hace, me uno”.
En el fondo, conservar esos grupos es una forma de nostalgia. Son cápsulas del tiempo donde quedó almacenada una etapa: la universidad, el trabajo, una amistad.
Aunque ya no haya mensajes, algo de nosotros sigue ahí. Y eso explica por qué no los borramos: porque borrarlos sería borrar un pedazo de vida.
A veces, el silencio no es abandono, sino recuerdo. Los grupos que mueren son como álbumes de fotos sin cerrar: no los miras seguido, pero te tranquiliza saber que están ahí.
Así que, si hoy abres WhatsApp y ves un grupo con meses de inactividad, no lo borres todavía. Déjalo quieto.
No necesita hablar para existir. Quizá no haya mensajes nuevos, pero sí un montón de historias que alguna vez hicieron ruido.
Y si algún día te atreves a salir, hazlo con gratitud. No es traición, es cierre. Porque hasta en lo digital, soltar también es una forma de cariño.
Al final, los grupos que ya no hablan nos recuerdan algo esencial: no todo silencio es olvido. A veces, es solo una manera de decir “gracias por haber estado”.
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