Cali, octubre 31 de 2025. Actualizado: jueves, octubre 30, 2025 23:15
 
                        Llegar temprano se ha convertido en una rareza, casi en un talento mitológico. En un mundo que gira a su propio ritmo caótico, los puntuales son los nuevos excéntricos.
Aparecen 15 minutos antes de la hora acordada, saludan al aire vacío, se sientan en una silla y miran el reloj mientras el resto del planeta todavía está “por salir”. Son los fantasmas temporales del siglo XXI.
Antes, la puntualidad era un valor. Hoy es una excentricidad. Las reuniones de trabajo empiezan tarde, los cumpleaños se atrasan, las cenas nunca arrancan a la hora indicada.
Si alguien dice “nos vemos a las siete”, todos saben que eso significa “empiezo a alistarme a las siete y media”.
El puntual es un sobreviviente. Vive con una mezcla de orgullo y frustración. Orgullo porque sabe organizar su tiempo; frustración porque el mundo no coopera.
Es el que llega al restaurante y le toca sostener la mesa solo, fingiendo revisar el menú mientras el mesero le pregunta si ya pidió.
Es el que llega al cine y ve todos los comerciales en soledad. El que espera en el aeropuerto dos horas antes, por si acaso, y termina viendo a todos los demás correr mientras él ya lleva veinte minutos sentado con el cinturón puesto.
Hay varios tipos de puntuales. Está el temeroso, que llega temprano por miedo al tráfico, al clima, a la vida.
El organizado, que disfruta tener control absoluto del reloj. El heredado, que lo aprendió de sus padres militares o abuelos obsesivos. Y el traumatizado, que una vez llegó tarde a algo importante y nunca más se lo perdonó.
Del otro lado están los impuntuales crónicos, esas criaturas que viven en un huso horario paralelo. Son los reyes del “ya voy en camino” cuando todavía están buscando qué ponerse.
Creen sinceramente que preparar café, bañarse, vestirse y atravesar media ciudad tomará “solo quince minutos”. Tienen una confianza mística en la relatividad del tiempo.
Este es el que no llega tarde, pero tampoco a tiempo. Llega estratégicamente 10 minutos después para “no parecer desesperado”. En el fondo, teme ser el primero y quedarse sin con quién hablar.
La puntualidad, al parecer, perdió prestigio social. Llegar a la hora exacta ahora es casi mal visto, como si denotara ansiedad o falta de agenda.
Pero ser puntual es más que ser ordenado: es una forma de respeto.
Llegar a tiempo no es solo llegar pronto, es decirle al otro “tu tiempo importa tanto como el mío”. Es reconocer que el reloj no gira solo para uno. Cuando alguien llega a la hora, está diciendo “vine porque me importas”.
La impuntualidad, por el contrario, se ha vuelto una epidemia justificada. Todos tenemos excusas perfectas: el tráfico, el clima, el perro, el Wi-Fi. Y claro, la frase universal que todo lo perdona: “Ya voy llegando”, dicha desde la ducha.
Tal vez deberíamos rescatar la puntualidad no como una costumbre, sino como un acto de amor moderno.
Porque en una era donde todo se posterga, cumplir con la hora es cumplir con la palabra. Y aunque parezca exagerado, llegar temprano también es una declaración de carácter.
Así que si eres de los pocos que siguen llegando antes, no te frustres. Disfruta ese momento a solas, pide un café, respira, observa el mundo llegar tarde.
Y si eres de los que siempre llegan con prisa, recuerda que la puntualidad no se trata de relojes, sino de respeto emocional.
En un mundo donde todos corren, quien llega a tiempo no es cuadrado ni aburrido. Es alguien que entendió que el tiempo, ese recurso invisible que todos gastamos, también es una forma de amor.
Porque cuando llegas puntual, no solo llegas: también estás diciendo, sin palabras, “ya estoy aquí, y te esperé”.
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