Como nos fuimos acostumbrando a que todo se trastoque, nada parece asombrar al colombiano de hoy. Como también hemos aprendido a acomodarnos, hundimos la posibilidad de protestar. Nada, ni nadie por fuerte, cruel o dañino parece hacernos mella. Y, lo que es peor, nos auto inhabilitamos para averiguar y corregir las causas de lo que nos pasa.
En los últimos días tres acontecimientos me han tenido pensando en hasta donde ha llegado el colombiano del común a aguantarse el maremágnum que nos consume y no asombrarse, castrando su capacidad de reacción.
El primero, hace tres semanas el Ingenio La Cabaña, la factoría azucarera situada más al sur del valle geográfico del rio Cauca, se acogió a la ley de insolvencia. Nadie dijo nada y los dizque defensores de la propiedad privada y del orden establecido enmudecieron. Ese complejo azucarero es la primera víctima del cáncer de las invasiones de tierras por las organizaciones indígenas. La falta de tierras disminuyó su producción y el silencio abismal de sus dueños y de los otros productores de azúcar los llevaron a sobre endeudarse ilusamente hasta la insolvencia.
El segundo, hace una semana el grupo Gillinsky hizo saber que va a vender por áreas de producción a Nutresa, revalorizando al triple la inversión que hicieron al comprarla en bolsa a los aristócratas señores del GEA. ¿Por qué no se les ocurrió hacer lo mismo a sus antiguos dueños si el negocio estaba ahí, pulpito? ¿Será que a los paisas les faltó imaginación o sobró la ineptitud en sus administradores?
Y tercero, desde la noche del sábado el Banco de Colombia, curiosamente el banco de los mismos del GEA, se enredó en las espuelas mientras hacia una actualización de sus sistemas y paralizó o volvió intermitentes sus servicios on line por casi 72 horas. Nadie se asombró. Nos acomodamos y, si mucho, estarán diciendo , como usa hacerlo la señora vicepresidente, que en Bancolombia estaban de malas.
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