Las elecciones legislativas son tan importantes como las presidenciales, pero lamentablemente el grueso de los colombianos no lo reconoce así. Esto se evidencia no sólo porque la votación para el Congreso es mejor, sino también por el criterio con el que la mayoría de los ciudadanos vota a la hora de elegir a los representantes a la Cámara y senadores de la República.

En un momento de tensión como el que vive Colombia, en el que tres tendencias políticas consideran que el triunfo de las otras dos equivaldría a una hecatombe, elegir un buen Congreso equivaldría a un seguro de vida para la democracia ante cualquier pretensión autoritaria y dictatorial de quien sea elegido presidente de la República.

Con un Congreso fuerte e independiente no se puede manosear la institucionalidad, de allí la importancia de que cada partido busque conformar sus listas con mujeres y hombres de las mejores calidades, que independientemente de sus filiaciones ideológicas, tengan la capacidad de apoyar lo bueno y rechazar lo malo, pensando en los intereses del país y que, sobre todo, protejan al sistema de reformas que amenacen la democracia.

Colombia necesita un Congreso con carácter, con independencia, que no funcione con una lógica transaccional frente al Ejecutivo, y eso únicamente se puede lograr si en cada partido se elige a los mejores.

En ese sentido, la calidad de representantes y senadores que se eligen es responsabilidad directa de los ciudadanos, que no pueden seguir quejándose de su Congreso, pues son ellos, cuando no analizan ni el perfil ni la trayectoria ni las propuestas del candidato por el que votan o cuando se abstienen, quienes permiten que las curules queden en manos de los mismos de siempre. Si Nicaragua y Venezuela hubieran tenido congresos fuertes, no estarían en las condiciones que atraviesan hoy.

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