En tiempos de guerra, polarización, destrucción ambiental y desconfianza hacia las instituciones, el papel del Papa trasciende los muros del Vaticano.

Más de 1.400 millones de católicos, según datos del Anuario Pontificio, siguen con esperanza el inicio del cónclave de cardenales que deberá escoger al sucesor de Francisco.

Pero también lo hace buena parte del mundo, creyente o no, que aún ve en esta figura espiritual una voz capaz de apaciguar los vientos más ásperos del presente.

En este escenario de incertidumbre global, los cardenales tienen una misión histórica: elegir a un hombre que no solo encarne una profunda vida espiritual, sino que también sepa leer los signos de este siglo herido.

El nuevo Papa debe irradiar prudencia, esperanza y respeto, y mostrarse capaz de tender puentes entre culturas, religiones y generaciones.

No basta hoy con un buen administrador de la fe. Se requiere un guía moral que sepa hablarle a un planeta fracturado y sediento de humanidad.

Hay conflictos sin resolver, migraciones forzadas, amenazas a la vida y al ambiente, líderes políticos cada vez más populistas y discursos de odio que se normalizan.

En medio de todo eso, la figura del Papa puede marcar el tono ético del debate público y recordarnos que la paz no es un ideal ingenuo, sino un deber urgente.

Francisco lo hizo al alzar la voz contra la desigualdad, al hablar de fraternidad sin fronteras y al abrazar a las periferias del mundo. Su sucesor debe continuar ese llamado, no desde el poder, sino desde el testimonio.

Mientras algunos líderes levantan muros, se espera que el próximo pontífice extienda la mano. Que no tema incomodar cuando se trate de defender la dignidad humana.

Que nos recuerde que la verdadera autoridad no nace del dominio, sino del servicio.

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