En medio del moderado optimismo con el que se deben mirar los diálogos de paz entre el Gobierno Nacional y la guerrilla de las Farc hay que tener cuidado de no satanizar a quienes desde la libertad de opinión y con base en los antecedentes de los anteriores procesos frustrados tienen reservas y dudas frente a este nuevo intento por ponerle fin al conflicto.

Si bien los colombianos deben legitimar con su respaldo el proceso emprendido por el presidente Juan Manuel Santos, las voces de los críticos y detractores del mismo también son útiles, pues alertan sobre posibles errores de los que los negociadores deben cuidarse; apoyar la búsqueda de la paz no implica sólo darle el sí a los diálogos emprendidos por el Gobierno Nacional con la insurgencia, sino también hacer una veeduría constructiva a las conversaciones, es parte del legítimo ejercicio de la ciudadanía.

Es apresurado pensar que quienes advierten de los riesgos de las conversaciones con las Farc lo hacen con la intención de atravesarse a un posible acuerdo de paz, sería mezquino anteponer odios personales a la posibilidad de que una nación atormentada por un conflicto que lleva más de medio siglo le ponga fin a la confrontación. El recuerdo vivo del proceso de paz de San Vicente del Caguán, en el que el establecimiento le dio todas las garantías y facilidades a la guerrilla, que correspondió volcándose al secuestro, al terrorismo y al narcotráfico, valida el escepticismo de quienes no están convencidos de estos nuevos diálogos.

Por eso se hace tan necesario que haya cuanto antes muestras claras de voluntad de paz por parte de la guerrilla, pues mientras las Farc no den gestos que permitan confiar en que esta vez sí están actuando en serio, resultará muy difícil vencer los argumentos de quienes no creen en sus buenas intenciones.

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