El Gobierno Nacional no lo reconoce, porque sería tanto como admitir el fracaso de una política vendida como exitosa ante el mundo entero, pero los hechos de violencia registrados en Cali en la última semana demuestran que el Estado colombiano sigue perdiendo la lucha contra el narcotráfico.

Según la Policía Metropolitana de Cali, el 70% de los homicidios que se registran en la ciudad tienen que ver con retaliaciones, pero yendo más allá, se encuentra que esos “ajustes de cuentas” están relacionados casi en su totalidad con disputas por el control territorial de áreas urbanas para la venta de droga, es decir, microtráfico, que no es más que la mutación de un negocio que se atomizó al pasar de los grandes carteles encabezados por capos exportadores a un sinnúmero de pequeñas organizaciones delincuenciales urbanas que se concentraron en el mercado doméstico, cuyo control se pelean a muerte.

Eso son las bandas delincuenciales, las bandas criminales y las pandillas, las nuevas formas de la narcoviolencia, aunque las autoridades las rotulen de otra forma para no reconocer que casi las tres cuartas partes de los homicidios, no sólo de Cali, sino de todo el país, son producto de las guerras por el control de este negocio.

Por eso la solución a este problema no depende de los gobiernos locales ni de aumentar el número de policías en las ciudades con más homicidios ni de instalar detectores de metales en los espacios en los que se han registrado los crímenes más sonados.

El primer paso debe ser reconocer que el negocio de las drogas está tan vivo ahora como en los 80 y los 90, y al igual que se hizo en estas décadas, con acciones como la creación del bloque de búsqueda, debe diseñarse una estrategia nacional para identificar y desmantelar estas organizaciones, pero esto no será posible mientras el origen de los homicidios se siga disfrazando para no reconocer que la lucha contra el narcotráfico no ha sido tan exitosa como parece.

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