La independencia de poderes es un arma efectiva contra la corrupción.

Aunque los países centroamericanos son mirados a veces con cierto desdén, Guatemala acaba de darle un ejemplo al mundo, una lección que en países como Colombia, tan golpeados por la corrupción, debería aprenderse y aplicarse. La captura del expresidente Otto Pérez, quien renunció al cargo acorralado por un escándalo de corrupción, se constituye en una muestra de independencia entre el poder ejecutivo y el poder judicial de esa nación.

Aunque en los últimos dos meses en Colombia se han dado capturas y formuación de cargos contra algunos mandatarios en ejercicio, como el alcalde de Buenaventura, Bartolo Valencia; el gobernador de Cundinamarca, Álvaro Cruz, y la alcaldesa de Florencia, María Susana Portela, por supuestos casos de corrupción, se trata de excepciones a la regla. El común denominador en nuestro país es que quienes cometen delitos contra el patrimonio público tienen una especie de inmunidad, creada por el mismo sistema, que les permite hacer y deshacer con un riesgo mínimo de ser descubiertos y procesados.

Detrás de la ineficiencia de los órganos de control de nuestro país hay tintes políticos; en todas las “ías” es imposible ingresar a ciertos cargos y obtener ascensos sin padrinos políticos, lo que supone que muchos funcionarios encargados de investigar y sancionar están, en cierta medida, empeñados a sus patrocinadores.

Esta politización de los organismos de control no solo hace que no se tomen decisiones contra algunos, sino también que se inicien procesos con la intencionalidad política de dañar. Ambos males solo pueden superarse si la independencia de poderes consagrada en la Constitución Nacional pasa del papel a la realidad.

La lucha contra la corrupción vale la pena, pero lamentablemente la decisión de emprender las reformas para que los organismos de control actúen con independencia, son beneficiarios de esa relación malsana entre justicia y política.

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