El ideal es que toda la población esté desarmada, pero ¿puede el Estado garantizar la seguridad de todos?

En el debate sobre la reglamentación del porte de armas se debe partir de dos premisas que se contraponen: la primera, que en una sociedad ideal, las armas deben ser un monopolio del Estado; la segunda, que en nuestro país el Estado no tiene capacidad para garantizar la seguridad de todos los ciudadanos y, por lo tanto, debe permitir que aquellos con un perfil de mayor riesgo cuenten con mecanismos de autoprotección.

No se trata de armar a todo el mundo, por el contrario, se debe trabajar por tener un país en el que nadie, por fuera de las Fuerzas Militares y la Policía, necesite un arma, pero mientras ese anhelo se vuelve realidad, no se puede permitir que ciudadanos cuya actividad comercial los convierte en objetivos de los delincuentes, sigan indefensos ante una amenaza latente.

Si los criminales no necesitan salvoconducto, pues las armas con las que cometen sus crímenes son ilegales en la mayoría de los casos, ¿por qué negarle el porte legal a alguien que requiere protección?

Ahora bien, el Estado debe garantizar un filtro efectivo para evitar que las armas queden en manos de quienes no las necesiten y, sobre todo, de quienes puedan representar algún peligro para la sociedad.

En ese sentido, los comités que evaluarán las solicitudes para el porte deben ser extremadamente estrictos y confiables.

En el caso de nuestro país no es la tenencia de armas legales lo que determina nuestro alto nivel de violencia. Finlandia, por ejemplo, país que permite el porte, tiene menos de cien homicidios al año, lo que comprueba que no es la autorización de las armas lo que hace violenta a una sociedad. ¿Por qué no, mejor, buscar las razones estructurales de la violencia en Colombia?

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