La reciente denuncia de la gobernadora del Valle del Cauca, Dilian Francisca Toro, sobre el origen de los atentados en Tuluá revela una verdad inquietante: los criminales, desde las cárceles, continúan planeando y ordenando acciones violentas, desafiando la seguridad y la tranquilidad ciudadana.

Esta no es la primera vez que se denuncia la coordinación delictiva desde el sistema carcelario en Colombia. A pesar de los esfuerzos, incluida la modernización de los inhibidores de señal en las prisiones y operativos que desmantelaron estructuras criminales, el problema persiste, lo que evidencia la urgente necesidad de acciones concretas y sostenidas para prevenir el ingreso de celulares y otros medios de comunicación a las cárceles.

Además, la complicidad de algunos miembros de la autoridad carcelaria es evidente; por esto, la guerra contra este flagelo implica una profunda depuración del personal del Inpec.

La lucha contra la extorsión y otros crímenes no puede limitarse a la captura de los delincuentes, se requiere un enfoque integral que también aborde la corrupción y la complicidad desde dentro de las penitenciarías para impedir que sigan delinquiendo.

Es absurdo que los extorsionistas, una vez capturados, puedan continuar sus actividades delictivas desde la cárcel, custodiados y alimentados por el Estado.

Situaciones como esta generan un sentimiento de impunidad entre los criminales y desafían la eficacia del sistema de justicia penal.

Los delincuentes no deben percibir la prisión como un refugio seguro desde donde seguir operando.
Las cárceles son para controlar a los delincuentes, no para que los delincuentes controlen las cárceles.

En ese sentido, urge una transformación integral en el sistema penitenciario colombiano, con medidas eficaces para prevenir la infiltración del crimen organizado y garantizar que la privación de la libertad se traduzca en un proceso de rehabilitación y justicia, no en un centro de operaciones criminales.

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