La marcha del silencio del 7 de febrero de 1948, en Bogotá, ha sido el acto más simbólico que se haya realizado en nuestro país.
Colombia padecía de una cruda realidad de muertes en los campos y, Jorge Eliecer Gaitán, con el propósito de contener la violencia y recrear un clima de paz, lideró la gran movilización nacional donde los colombianos expresaron su dolor marchando en silencio total y portando banderas enlutadas.
El líder liberal quiso que sólo fuese un acto único en la capital de la república por temor a que, en las réplicas de otras ciudades, el sectarismo político y los enemigos de la paz provocasen disturbios y matanzas.
Desgraciadamente eso fue inevitable en Manizales y en Pereira. Vemos que los hechos de violencia de entonces y los actuales, se parecen.
En lo único que difieren es que la violencia anterior era producto de los sectarismos políticos promovidos por los jefes conservadores y los liberales.
Era la vieja disputa entre quienes se aferraban al poder para conservar los privilegios emanados de la propiedad y los que proponiendo reivindicaciones a clases populares querían adelantar reformas sociales para sacar al país del estancamiento y modernizar la economía.
Ahora, setenta y tres años después se proponen marchas del silencio con propósitos de reconciliación, dicen los organizadores. Las marchas del silencio ya no son lideradas por un caudillo cuyos seguidores configuren un partido hacia la restauración moral de la república.
Gaitán, el promotor de la otrora marcha del silencio, veinte años antes había precipitado el fracaso electoral del partido de Gobierno, tras denunciar en el congreso de la república la masacre de los trabajadores de las bananeras.
Todas las movilizaciones sociales son válidas mientras sean actos sinceros de reconciliación, despojadas de toda estigmatización clasista, porque de lo contrario serán marchas en vano.
Considero que cuando Colombia cunde en violencia es necesaria una gran marcha del silencio programada para atajar la muerte que mancha nuestra patria.
Una marcha donde, emulando a Gaitán, otra voz sincera pronuncie nuevamente su Oración por la Paz, porque su discurso clamoroso seguirá vigente a pesar de los años, mientras no cesen las muertes que vuelve a padecer Colombia.
“Señor Presidente: Bajo el peso de una honda emoción me dirijo a Vuestra Excelencia, interpretando el querer y la voluntad de esta inmensa multitud que esconde su ardiente corazón, lacerado por tanta injusticia, bajo un silencio clamoroso, para pedir que haya paz y piedad para la patria.
En todo el día de hoy, Excelentísimo Señor, la capital de Colombia ha presenciado un espectáculo que no tiene precedentes en la historia.
Gentes que vinieron de todo el país, de todas las latitudes, de los llanos ardientes y de las frías altiplanicies, han llegado a congregarse en esta plaza, cuna de nuestras libertades, para expresar la irrevocable decisión de defender sus derechos” … “Ninguna colectividad en el mundo ha dado una demostración superior a la presente.
Pero si esta manifestación sucede, es porque hay algo grave, y no por triviales razones”. Ese 7 de febrero de 1948, Jorge Eliecer Gaitán no terminó su discurso con el acostumbrado grito de exhortación de, “¡A la carga!”.
Lo terminó con este clamor: “Os decimos finalmente, Excelentísimo Señor: bienaventurados los que entienden que las palabras de concordia y de paz no deben servir para ocultar sentimientos de rencor y exterminio.
Malaventurados los que en el Gobierno ocultan tras la bondad de las palabras la impiedad para los hombres de su pueblo, porque ellos serán señalados con el dedo de la ignominia en las páginas de la historia”.
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