Juan Pablo Ortega Sterling

La estética de la violencia

Juan Pablo Ortega Sterling

…Sobre la reina de belleza a la que le pareció gracioso “darle bala” a unos políticos que no piensan como ella. Y sobre quienes la defienden…

Hay una paradoja que hiere el alma: la belleza, esa forma superior de armonía, ha terminado sirviendo al caos.

La escena es casi alegórica: una reina, símbolo de gracia, de orden y de medida, pronunciando en las redes —ese coliseo sin reglas— la palabra “bala”.

No una bala simbólica, ni un tropo literario, sino la insinuación de su uso moralmente correcto contra quienes piensan distinto. Es el instante en que lo bello deja de elevarnos y se vuelve vehículo de lo más primitivo.

La violencia ya no necesita machetes ni fusiles: se expresa con la risa y con el meme. Lo que antes nos horrorizaba hoy se volvió entretenimiento.

La crueldad se volvió estética: se aplaude, se decora, se convierte en tendencia.

Que sea precisamente una Señorita Antioquia —ahora ex— quien encarne ese desliz tiene algo de tragedia cultural.

No representa solo a una mujer imprudente, sino a una nación que ha perdido su sentido del límite. Esa figura —la de la reina que simboliza lo mejor de nosotros— es también un espejo.

Refleja la banalización del mal que Hannah Arendt vio en los burócratas del exterminio: no hace falta odiar para destruir; basta con no pensar en lo que se dice.

La violencia ya no se siente como pecado, sino como opinión.

Y no es solo ella. También hay un presidente que a veces confunde la épica con la confrontación, y ondea su propia bandera de guerra a muerte, como si el lenguaje fuera una prolongación del combate.

Petro también encarna esa estética del antagonismo donde el adversario se convierte en enemigo y la historia en un campo de redención o de castigo.

Lo grave no es solo la frase de una reina ni el tono de un mandatario: es la simetría moral entre los extremos, el eco que se producen mutuamente en su desprecio por la diferencia.

Vivimos una época sin silencios. Cada palabra es un proyectil. En esa saturación del ruido, la violencia se vuelve invisible, como el aire que respiramos.

El problema ya no es político, sino espiritual: hemos reducido al otro a su posición ideológica, y al hacerlo, lo despojamos de humanidad.

Tener ideología es parte de lo humano; lo inhumano es convertirla en el único lente posible. Porque cuando miramos al otro solo como encarnación de una idea, dejamos de verlo como alguien que sufre, duda o busca sentido.

Lo despojamos de su historia personal para convertirlo en una abstracción moral. En ese instante, la ideología deja de servir a la conciencia y empieza a sustituirla.

Lo que más debería dolernos no es la frase sino el aplauso. No la ocurrencia, sino la ovación digital. Ese aplauso colectivo revela que hemos cruzado un umbral invisible: ya no nos escandaliza la idea de eliminar al otro.

En un país donde acaban de matar a un precandidato presidencial por razones políticas, y donde aún no sabemos quién lo hizo, cada palabra que evoca la bala debería estremecernos como un eco.

No por lo que dice del pasado, sino por lo que anuncia del porvenir. Porque cuando el lenguaje se separa de la compasión, la historia repite su espiral más oscura.

Tal vez ha llegado el momento de reaprender la dignidad del desacuerdo: de recordar que la palabra puede ser refugio y no trinchera; puente y no piedra.

Reconciliar la belleza con la bondad, el pensamiento con la medida. Recuperar la serenidad como forma de resistencia frente al ruido, y la empatía como el último lenguaje posible en medio de la barbarie digital.

Pero no bastará con lamentar. Es tiempo de que quienes no compartimos esa visión violenta de la política nos hagamos sentir.

Antes de que la próxima campaña presidencial se construya sobre la ofensa, antes de que el odio vuelva a parecer sentido común.

La palabra aún puede ser redentora si la pronunciamos con coraje moral, si volvemos a exigir decencia en lo público y compasión en lo privado.

Quizás ese sea, al final, el verdadero desafío de nuestra época: reconciliar la estética con la ética, la emoción con el juicio, la pasión con la medida. Recuperar la palabra como acto de creación, no de destrucción.

Porque en el instante en que volvamos a hablar con respeto —y a escuchar con humildad—, la belleza volverá a ser lo que siempre fue: una forma de paz.

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