En Colombia hemos aprendido a convivir con la desaparición como si fuera parte del paisaje cotidiano.
Y ese, sin duda, es uno de nuestros mayores fracasos como sociedad, aceptar el horror como costumbre.
La historia de Tatiana Hernández, joven estudiante de medicina desaparecida en Cartagena, nos golpea en la cara con esa realidad.
No sabemos aún si su caso está vinculado directamente con una red de trata de personas, pero sí tenemos certeza de lo esencial, su familia está sola, amenazada, empujada al silencio y abandonada por las instituciones que deberían estar a su lado. Esa soledad es tan violenta como la desaparición misma.
La ausencia de Tatiana es una herida que no cicatriza, un vacío que nadie debería normalizar. Y sin embargo, lo que más duele es la posibilidad de que su nombre, como el de tantas otras jóvenes, termine reducido a una estadística fría, a un expediente olvidado en un archivo, a un titular que se lee un día y se entierra al siguiente.
Esa es la condena más cruel, desaparecer de la vida y, después, desaparecer de la memoria. Cada vez que eso ocurre, Colombia pierde un pedazo de su dignidad.
El tráfico de personas es una de las expresiones más brutales de la criminalidad contemporánea. No distingue fronteras, se nutre de la pobreza, de la desigualdad, de la indiferencia.
Aunque en el caso de Tatiana no haya pruebas concluyentes, su historia encarna el miedo y la zozobra que viven miles de familias, jóvenes que sueñan con un futuro y terminan atrapadas en un limbo de silencio institucional.
Detrás de cada desaparición hay una madre que llora, una familia que se desmorona, una comunidad que queda marcada para siempre.
Lo más grave es que estas tragedias se repiten como un ciclo perverso. Una joven desaparece, los medios registran la noticia, se emiten comunicados oficiales, la familia se moviliza, la sociedad se indigna un instante… y luego la vida sigue como si nada hubiera pasado.
Esa indiferencia es el caldo de cultivo perfecto para que la trata de personas siga operando en la sombra. Porque lo que no se recuerda, no se exige; y lo que no se exige, queda impune.
No podemos permitir que el caso de Tatiana quede reducido a una anécdota trágica. Necesitamos entender que recordar es resistir.
Recordarla es exigirle a la Fiscalía resultados, al Gobierno políticas serias y a la sociedad un compromiso real para que ningún joven en Colombia desaparezca sin que haya consecuencias.
Aquí está en juego la confianza en nuestras instituciones, la dignidad de las mujeres y la fibra moral del país.
El silencio estatal es, en sí mismo, una forma de violencia. Cuando la madre de Tatiana denuncia amenazas y no recibe protección efectiva, cuando las investigaciones avanzan a paso lento o se estancan, cuando la sociedad se acostumbra a leer titulares de desaparecidos como si fueran parte del día a día, todos terminamos siendo cómplices de esa tragedia.
Tatiana no es un número ni un expediente. Es un rostro, una voz que se apagó de golpe, una vida llena de proyectos que hoy está suspendida en el aire.
Su historia no debe olvidarse porque en ella se refleja la urgencia de un país entero que necesita respuestas.
Y esas respuestas no se pueden dar solo con discursos; se necesitan resultados, capturas, desarticulación de redes criminales, acompañamiento real a las familias, prevención y protección efectiva.
Es doloroso aceptar la ausencia como si fuera normal. Recordar a Tatiana es negarnos a ese olvido impuesto, es exigir que el país deje de escribir su historia con nombres borrados.
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