Thomas Midgley, Jr. (1889 – 1944) fue un inventor estadounidense cuyos logros, aunque técnicamente brillantes, resultaron ser un legado de devastación para la humanidad y el planeta. A principios de la década de 1920, trabajando para General Motors, Midgley introdujo el tetraetilo de plomo como aditivo para la gasolina, con el fin de mejorar el rendimiento de los motores. Sin embargo, los efectos nocivos del plomo en la salud humana no tardaron en manifestarse, por lo que en 1924 el buenazo de Midgley convocó a una rueda de prensa donde se untó y aspiró el plomizo etilo para demostrar que era un elemento inocuo, pasando por alto que el año anterior él mismo se había intoxicado con plomo.
Este menjurje del demonio fue un éxito al punto que, en la década de los setenta del siglo pasado, se vendía en todas las gasolineras del mundo, no obstante que la fábrica de General Motors de tetraetilo en New Jersey tuvo que ser cerrada, dado que algunos de los operarios empezaron a “alucinar, enloquecer y morir”. El “Gas lunático” lo rebautizaron.
Igual aconteció con el DDT (diclorodifeniltricloroetano), un insecticida sintetizado en 1874, que le valió el premio Nobel al científico suizo Paul Hermann Müller en 1948 y que fue utilizado de manera masiva y obligatoria contra los mosquitos transmisores de malaria, fiebre amarilla, dengue y mal de Chagas; sin someterlo a estudios previos que comprobara su inocuidad en los seres humanos y en el medio ambiente. No existía casa en Colombia que no tuviera un aviso que indicara que había sido fumigada con DDT.
Pronto este insecticida pasó de héroe a villano cuando se comprobó que era un tóxico capaz de producir cáncer, alterar las hormonas y afectar la reproducción de los seres humanos. Además, los mosquitos que pretendía combatir desarrollaron resistencia. La respuesta de los productores ante la resistencia fue típica y a lo Midgley: aumentaron las dosis y empeoraron el problema.
Menos mal que Rachel Carson escribió en la década de los sesenta “Primavera Silenciosa”, uno de esos libros esenciales en la historia de la humanidad. En este demostró los peligros que implicaba para el medio ambiente y los humanos el uso del DDT, así como de otros químicos. Carson le dio la estocada al DDT en el mundo, pero en Colombia, que todo nos llega tarde, solo se prohibió en 1986.
Similares historias han ocurrido con el asbesto, los cigarrillos, el azúcar, los plásticos, el pesticida gas sarín, el herbicida agente naranja y otros más. Así como en la industria farmacéutica con analgésicos como el paracetamol, tratamientos para la piel como el acutanne, antibióticos como el cloranfenicol; que, aunque fueron avalados por la ciencia, luego la misma ciencia los prohibió al descubrir peligrosos efectos secundarios. Inicialmente fueron considerados grandes avances y luego resultaron tener un lado tenebroso.
Como está pasando ahora con los combustibles fósiles que tienen la potencia para trastornar el planeta y poner en peligro la vida humana. En un principio nadie tenía la menor idea de que los gases derivados de estos afectarían la capa de ozono y producirían el apocalíptico cambio climático.
Ahora, pese a la importancia de los combustibles fósiles en el desarrollo de la humanidad, es necio negar -a lo Midgley- que estos nos acercan al cataclismo. Somos como drogadictos dependientes de una droga letal, a la que le ponemos fin o esta nos pondrá fin a nosotros. No podemos actuar como dinosaurios o avestruces ante el cambio climático.
Esto no es un invento de Petro. Los datos científicos demuestran que hay un aumento en la concentración del CO2 en la atmósfera a partir de la revolución industrial que acelera el calentamiento del planeta, y que dicho calentamiento es producto de la actividad humana. “El calentamiento global es un hecho sobre el que existe un sólido consenso científico”. La ONU lo ha calificado como «el mayor desafío de nuestro tiempo”, ante el cual “nos encontramos en un momento decisivo”.
Los entusiastas negacionistas discípulos de Midgley, por lo regular con intereses económicos, si les toca, son capaces de tragar petróleo como si fuera jugo de naranja. Se niegan a aceptar que la industria de combustibles fósiles tiene los días contados e irá decayendo en favor de las energías renovables.
Terminarán convertidos en estatuas de sal, pues la sociedad mundial, cada vez más, exigirá artículos de consumo con baja o neutra huella de carbono, por lo que los capitales terminarán huyendo de los sectores muy contaminantes. Los países no tendrán alternativa: o mejoran su matriz energética con contundentes aunque molestos planes de transición, o sus productos dejarán de ser competitivos para siempre; los países exportadores de combustibles fósiles -como Colombia- obtendrán menos divisas, por lo que tendrán que diversificar sus exportaciones y mejorar, sí o sí, sus cadenas de producción y suministro; los países tropicales con abundante sol, vientos y ríos -como Colombia- deberán aprovechar sus ventajas naturales o profundizarán el desarrollo de su subdesarrollo.
Hay que pisar el acelerador. La clave radica en no llegar tarde.
Volviendo a Midgley, este también inventó el primero de los clorofluorocarbonos -CFC- un refrigerante “no tóxico ni inflamable” que inauguró “inhalando una bocanada del gas y apagando una vela”. Poco después, los CFCs se regaron por el mundo en forma de aerosoles para diferentes usos, pero fueron prohibidos por ser responsables de abrir el boquete en la capa de ozono que nos protege de la radiación ultravioleta del sol, causante de cáncer en la piel.
Un apunte final: el buenazo de Midgley no llegó a viejo. Contrajo la polio y quedó paralizado, por lo que diseñó un sistema de poleas en las que se enredó y murió estrangulado a sus 55 años. A Thomas Midgley ahora se le conoce como el inventor más dañino de la historia.
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