Cali, octubre 31 de 2025. Actualizado: viernes, octubre 31, 2025 16:40
 
                        Lo ocurrido en Popayán hace pocos días revela hasta qué punto se están distorsionando los valores en Colombia: en nombre de la paz, un grupo de jóvenes que protestaba, en defensa de Palestina, recurrió a la violencia, vandalizó el claustro de Santo Domingo, un bien patrimonial histórico, y agredió físicamente a ciudadanos que solo intentaban protegerlo.
Es una paradoja dolorosa: quienes dicen defender la paz terminan actuando con la misma intolerancia que dicen rechazar.
Esa confusión entre protesta y agresión, entre causa y destrucción, es el síntoma de una lógica perversa que viene creciendo en los últimos años y que amenaza con normalizar la violencia como forma de expresión en nuestro país.
Nada justifica que, bajo el argumento de solidarizarse con Palestina, se destruyan muros centenarios y se ataque a quienes defienden el patrimonio común.
La protesta es un derecho, pero su límite está en el respeto a los demás. Si quienes se dicen promotores de la paz actúan con violencia, pierden toda autoridad moral.
Las manifestaciones culturales, los murales o las expresiones artísticas pueden ser actos de conciencia; los ataques, en cambio, son actos de intolerancia.
Más grave aún es que algunos sectores justifiquen o guarden silencio ante estos hechos. La empatía no puede confundirse con permisividad.
Defender la paz no es aceptar la agresión, y defender el patrimonio no convierte a nadie en enemigo de una causa.
Lo que está en juego es la esencia misma de la convivencia: si se normaliza la violencia en nombre de ideales, se abre la puerta al caos social.
La condena social debe ser clara y firme, no solo por lo ocurrido allí, sino por lo que representa.
Porque cada muro pintado con odio es una herida en la memoria colectiva, y cada agresión contra un ciudadano que defiende el patrimonio público es un retroceso en la cultura de la paz que tanto decimos querer construir.
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