Adrián Zamora Columnista

Las placas que se mueven bajo la OTAN y el Indo-Pacífico

Adrián Zamora

En octubre de 2024, un grupo de oficiales surcoreanos aterrizó de urgencia en Bruselas para entregar a la OTAN una noticia impensable hace algunos meses: Corea del Norte había enviado miles de soldados a Rusia para reforzar su ofensiva en Ucrania.

El dato, más que un episodio aislado, revelaba un movimiento profundo, casi sísmico, en la estructura del poder mundial y es que estamos ante la consolidación de un bloque euroasiático que opera con coordinación militar y económica, mientras la respuesta de Estados Unidos se ancla en una lógica regional que ya no responde a un mundo interdependiente.

El nuevo eje no se está forjando en discursos, sino en transacciones cada vez más evidentes. Por ejemplo, la tecnología china mantiene encendido el motor de guerra ruso y los proyectiles norcoreanos sostienen su artillería.

A cambio, Moscú abre sus bóvedas tecnológicas y comparte con Pekín y Pyongyang secretos de misiles, submarinos y satélites que otrora guardaba como recurso estratégico.

Mientras tanto, China traslada su ofensiva al frente económico con la versión 3.0 de su acuerdo comercial con la ASEAN, una expansión que no solo busca amortiguar la guerra comercial con Washington, sino también consolidar un corredor asiático que funciona sin el dólar como centro de gravedad.

Frente a ese entrelazamiento, la política estadounidense parece una reliquia de otro tiempo. El actual enfoque invita a los aliados a “ocuparse de su vecindario”: los europeos deben mirar a Rusia y los asiáticos concentrarse en China.

Así lo repitió el secretario de Defensa durante su visita a Tokio el 29 de octubre, cuando celebró el aumento del gasto militar japonés al 2 % del PIB, pero porque les serviría para encargarse de la amenaza del vecino dragón.

Sin embargo, el Secretario no propuso un marco estratégico común y la cooperación se está limitando al perímetro inmediato; la visión global se está diluyendo en compartimentos estancos.

Mientras tanto, la realidad avanza por otro carril. Alemania y los Países Bajos han desplegado fragatas en el Indo-Pacífico, Japón está aportando más ayuda a Ucrania que varias potencias europeas, y la Unión Europea ha firmado sus primeros acuerdos de seguridad con Corea del Sur y el propio Japón.

Reino Unido, Italia y Japón están desarrollando de forma conjunta un avión de combate de sexta generación en el que Washington no participa.

Todas son señales de un orden que se está reconfigurando sin pedir permiso.

Por ello, si Estados Unidos continúa gestionando amenazas que ya actúan en red con estrategias que dividen por región, corre el riesgo de convertirse en un actor periférico dentro del sistema que una vez lideró.

¿Puede mantener la primacía quien fragmenta mientras sus adversarios construyen puentes?, ¿basta con aumentar presupuestos de defensa sin una narrativa común? ¿y quién fijará las reglas del comercio y la seguridad del siglo XXI si parece que Washington se resiste a hacerlo?

Lo que es evidente es que el mundo se está reordenando, con o sin la potencia que lo moldeó. Reunificar a sus aliados, diseñar corredores entre Europa y Asia y asumir la integración como herramienta de poder ya no son opciones, sino condiciones de supervivencia.

Porque las placas del sistema internacional se han movido, y quien no refuerce sus cimientos terminará observando desde los márgenes el nuevo mapa del siglo.

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