La polarización política en Colombia ha alcanzado niveles alarmantes. Lo que antes eran diferencias ideológicas legítimas entre sectores, hoy se ha convertido en trincheras irreconciliables que fragmentan el debate público y erosionan la confianza ciudadana en las instituciones.
Esta división no solo se refleja en redes sociales y medios de comunicación, sino que permea todo el tejido social.
La democracia colombiana, que debería nutrirse del pluralismo, parece cada vez más rehén de discursos extremos y estrategias de confrontación.
En este contexto, el uribismo —una de las fuerzas políticas más influyentes de las últimas dos décadas— enfrenta una crisis de liderazgo.
Tras la salida de Álvaro Uribe del escenario electoral directo y ahora con su condena judicial, el Centro Democrático no ha logrado consolidar una figura que aglutine su base ni que proyecte una visión renovada para el país, más aún con la sensible pérdida de Miguel Uribe, que hay que decirlo, tampoco contó en su momento con esa fuerza política que lo proyectaran como una figura irrebatible en esta orilla ideológica.
Los nombres que han sonado carecen de fuerza, carisma o respaldo suficiente para competir con los nuevos liderazgos emergentes.
Esta debilidad no solo pone en riesgo su desempeño electoral, sino que también deja huérfana a una parte importante del electorado que, aunque crítico del actual gobierno, no encuentra una alternativa sólida en la derecha tradicional, hecho que ha llevado a Uribe, en una jugada que se puede interpretar como “desesperada”, a llevar un acercamiento con Juan Carlos Pinzón, ex ministro de defensa de Juan Manuel Santos.
Un detalle que sin duda no caló muy bien en sus toldas y especialmente por lo lados del precandidato Abelardo De La Espriella ni en el círculo cercano de la experiodista Vicky Dávila.
Por otro lado, en el petrismo, el Pacto Histórico se prepara para una consulta interna que definirá su candidato presidencial.
En ese escenario, Daniel Quintero ha tomado una delantera significativa, no solo por su visibilidad mediática, sino por una estrategia política que muchos consideran irresponsable.
El exalcalde de Medellín ha recurrido a prácticas que bordean los límites éticos del ejercicio electoral: manipulación narrativa en redes sociales, así como el uso de una retórica que divide más de lo que une.
Aunque su discurso cala bien con algunos de los sectores del petrismo, como lo demuestra su cercanía con el representante Alejandro Ocampo, sus acciones generan inquietud sobre el tipo de liderazgo que podría ejercer en caso de llegar al poder.
Por su parte Iván Cepeda, aún con el “aire en la camiseta” que le generó la victoria judicial frente a Uribe, o Carolina Corcho y el venido a menos Gustavo Bolívar, no parecen contar con la fuerza electoral suficiente de cara a una hipotética carrera hacia la presidencia en mayo de 2026.
La preocupación no radica únicamente en quién gane o pierda, sino en el deterioro del debate democrático.
La ausencia de candidatos fuertes en algunos sectores y el ascenso de figuras polémicas en otros, reflejan una crisis más profunda: la falta de proyectos políticos que convoquen desde la sensatez, el respeto y la construcción colectiva. Colombia necesita líderes que entiendan que gobernar no es imponer, sino dialogar; que la política no es una guerra, sino un espacio para construir futuro.
Si no se revierte esta tendencia, el país corre el riesgo de enfrentar unas elecciones marcadas por el miedo, la desinformación y el resentimiento.
Es momento de que los ciudadanos exijan altura en el debate, transparencia en las campañas y compromiso real con los desafíos que enfrenta Colombia.
Solo así será posible recuperar la esperanza en una democracia que hoy parece tambalear entre extremos.
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