Cali, noviembre 12 de 2025. Actualizado: miércoles, noviembre 12, 2025 09:54

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El drama del que siempre espera

La ansiedad de llegar demasiado temprano

Llegar temprano parece una virtud, pero en realidad es una forma de sufrimiento silencioso. Nadie habla del drama del puntual extremo: esa persona que llega veinte minutos antes y pasa los primeros quince fingiendo que tiene algo que hacer. Los impuntuales son felices porque viven sin culpa; los puntuales, en cambio, viven con ansiedad.

Ser puntual en un mundo que no lo es es un deporte de alto riesgo. Quien llega temprano no solo espera: sobrevive. Lo hace en restaurantes vacíos, pasillos silenciosos o recepciones donde todos lo miran con cara de “¿ya llegó?”. Es el primero en todo, pero también el más incómodo.

El puntual vive en un limbo temporal. Si llega antes, parece desesperado; si llega justo, siente que llega tarde; si llega tarde, se odia.

Es una contradicción permanente. No puede evitarlo: calcula el tiempo, anticipa el tráfico, sale con margen, y aun así, llega media hora antes. Es un don inútil.

El ritual del que llega temprano es inconfundible. Primero, finge revisar el celular. Luego, mira el reloj aunque ya se sepa la hora. Después, camina despacio por la cuadra para no parecer ansioso.

Si es muy temprano, busca refugio en una cafetería y pide un café que no quiere solo para matar el tiempo. Y aun así, sigue mirando la puerta como si esperara un rescate.

En los eventos, sufre. Nadie quiere ser el primero en una fiesta. Es el que llega, saluda al anfitrión y ayuda a poner los vasos porque no hay más nadie.

En los cines, entra cuando todavía están limpiando la sala. En las citas, llega tanto antes que alcanza a reconsiderar su existencia tres veces.

¿Por qué llegaste tan pronto?

Los puntuales tienen su propia filosofía del tiempo. Creen que llegar temprano es respeto, pero el mundo moderno lo interpreta como ansiedad.

En una era donde todos viven corriendo, ser puntual es casi sospechoso. “¿Por qué llegaste tan pronto?” se convirtió en reproche.

Y no es que el puntual quiera sufrir. Es que su mente no tolera la posibilidad de llegar tarde. Vive aterrorizado por la idea del retraso, de la mirada ajena, del “te estábamos esperando”.

Entonces, se sobrecompensa. Sale con una hora de anticipación y termina en la esquina viendo cómo el tiempo pasa y nadie llega.

Lo más irónico es que el puntual no descansa ni cuando otros se retrasan. Si alguien llega tarde, sonríe con cortesía, pero por dentro ha envejecido tres años.

Sin embargo, nunca lo dirá. Prefiere sufrir en silencio y fingir que no le importa. Pero su reloj interno ya le está gritando.

La puntualidad extrema es una forma de control. Llega antes quien teme lo impredecible, quien necesita asegurar que las cosas salgan bien.

Es el intento de dominar el caos con diez minutos de ventaja. Pero la vida no siempre se sincroniza con el reloj. A veces, llegar temprano solo sirve para recordarte que los demás viven con menos miedo al tiempo.

Tal vez por eso el puntual siempre está cansado: carga la responsabilidad de todos. Es el que avisa, el que recuerda, el que se adelanta. Y cuando los demás llegan tarde, él ya está emocionalmente agotado.

Aun así, hay belleza en su disciplina. El que llega temprano demuestra compromiso. Respeta su palabra y la del otro. Y aunque el mundo no lo valore, su constancia sostiene la estructura invisible de la convivencia.

Así que, si eres de los que siempre llega temprano, no te castigues. Aprovecha ese rato muerto. Lée, respira, observa. Transforma la espera en pausa. Tal vez, mientras los demás corren, tú seas el único que todavía puede ver cómo el tiempo pasa sin perseguirlo.

Y si eres de los que siempre llega tarde, no te burles del puntual. Detrás de su puntualidad hay amor, respeto y un poco de trauma. En un mundo que vive acelerado, alguien que llega temprano no es ansioso: es, en secreto, el último romántico del tiempo.


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