En un libro memorable, dedicado al arte y a la cosmología de los etruscos, decía Alaín Hus que en ese pueblo enigmático que floreció hacia el siglo cuarto ac, en su bella y rica Etruria prerromana, el arte era una compañía diaria. El artista etrusco no se sentía lejos de su orbe cotidiano, ausente en un Olimpo de creación. Hacía cosas bellas pero no para sitios especiales donde se aíslan cosas vivas y asuntos o elementos de belleza sino objetos para tenerlos a su lado.
El arte como utilidad es una relación antigua. Rodearse de cosas hermosas era parte de la vida diaria, no sólo asunto de sitios singulares. Alan Watts en su texto clásico sobre el arte y la filosofía Zen comenta que ese criterio acompaña a los desprevenidos artistas nipones del Zen, que intencionalmente logran hacer estética para la vida ordinaria, sin barreras o separaciones.
La estética no sólo es trascendente sino inmanente. No sólo es lejano, intocable mundo de belleza. Es también aquello que debe rodearnos a diario.
Estas dos referencias las emparentamos con una fecha, el 25 de abril de 1.919, cuando Walter Gropius funda en Weimar, la ciudad amada de Goethe, su Bauhaus. Fusionó allí La escuela de arte superior con la escuela de artes y oficios. Lo artesanal y lo artístico se entrecruzaron disputando a las empresas enormes la validez de su criterio. Para ellas sólo aquello que se produce de modo masivo merece atención. Arte e industria buscan reconciliarse en esta visión de Gropius que se entronca con la fresca mirada de los etruscos y la serena y milenaria tranquilidad activa del Zen.
Tres épocas,tres aspiraciones de estilo, tres métodos quizás pero en el fondo una sola consideración; acercar el arte a las viviendas, a las ciudades. Una mesa, una lámpara, al estar hechas con criterio estético funcional dejan de ser fuente lejana de arte y se hacen corriente refrescante de cada uno de nuestros días.
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